Joseph Beuys, un artista incómodo, osado, que a través de sus objetos e intervenciones –de fuerte densidad simbólica– hizo visibles los distintos traumas que dejó el siglo XX. Un recorrido sinuoso por la provocadora trayectoria de quien pensaba que todos nuestros actos podían convertirse en acciones artísticas. / Por Carlos Gradin
¿Quién fue Joseph Beuys? Es una pregunta de larga data en el mundo del arte.
Beuys nació en 1921 en Krefeld, una ciudad alemana próxima a Düsseldorf, en Alemania. En los años siguientes, y antes de convertirse en artista de tiempo completo, fue a la guerra, movilizado por la fuerza aérea. En la Luftwaffe llegó a ser operador de radio y después de artillería; fue herido y recibió una medalla de honor. Tras la rendición, pasó unos meses en un campo de prisioneros británico, y después regresó a la casa de sus padres en Alemania.
¿Hablan sus obras de la pesadilla y el exterminio padecidos por Europa en el siglo XX? Tal vez no, o no solamente, aunque quizá sea mejor situarlo allí. Para empezar, al menos. Para evitar que sus obras se diluyan en las alusiones enigmáticas, a las que son tan propensas.
Beuys hizo muchas cosas. Se encerró, por ejemplo, tres días con un coyote en una habitación. Fue en 1974 para una de sus acciones más famosas. En las fotos se lo ve de pie frente al mamífero, que lo ronda y lo olisquea. Beuys lleva una manta de fieltro y una vara de madera. Parece un mendigo hambriento. Pero más hambriento se lo ve al coyote, que le deshilacha la manta con los dientes. Mientras que en otras fotos la escena se invierte, y es Beuys, ensimismado, el que luce como un espectro de la muerte, rondando a un animal asustado, que lo mira fascinado. Esto sucedió en Broadway. En la galería Block, a la que Beuys llegó directo desde el aeropuerto, traído en ambulancia, envuelto en la manta y sin haber tocado con sus pies, ni por un segundo, el suelo estadounidense. Todo era parte del show. “Me gusta América y América gusta de mí”, era el título de la performance, y esta incluía pilas de ejemplares del Washington Post desparramadas por el suelo del salón, cubiertas por la orina y los excrementos del coyote. Se escribió mucho sobre su significado. Hacia el final, las fotos muestran a Beuys ya recompuesto, vestido con su habitual chaleco y sombrero de fieltro, amigado con el animal. Se los ve contentos. El último día volvieron a cubrirlo con la manta y a cargarlo en la ambulancia rumbo al aeropuerto. ¿Fue una burla? ¿Un pase mágico? Los símbolos dispersos, y reunidos por un hilo invisible, fueron su marca registrada. Allí está el coyote, un animal sagrado de los pueblos aborígenes, y habitante emblemático de las llanuras americanas. Los diarios desparramados, mancillados, la ironía del amor imposible, ¿hablaban de la guerra de Vietnam, de la destrucción de los hábitats naturales, de la hipocresía del mercado del arte? Ni las explicaciones de Beuys terminaron de aclararlo.
“Elegir al coyote para entrar en el corazón de América fue algo estratégico y desafiante para Beuys”, dice Rafael Raddis, uno de los curadores de la muestra de Proa. “Había un contacto directo del artista y el animal a través de los sentidos. Y el simbolismo animal es muy importante en su obra, desde la inclusión de las pieles de carnero, o de la grasa y la miel.”
En su primera performance, de 1965, Beuys había deambulado por una galería de arte con una liebre muerta en sus brazos. La llamó “Cómo explicarle los cuadros a una liebre muerta”, y quienes se acercaron pudieron ver a Beuys a través de los ventanales de la galería cargar a la liebre alrededor de la sala y susurrarle al oído mientras señalaba los cuadros colgados en las paredes. Tenía su cara cubierta de miel y láminas de oro, y en uno de sus pies tenía atada al zapato una plancha de metal. Cuando le preguntaron por su significado, Beuys aludió a asociaciones simbólicas provenientes de un pasado mítico y a una cosmogonía personal: la liebre remitía al poder de reencarnar y a los refugios excavados en la tierra, a la seguridad del propio hogar, a la astucia de la supervivencia. La miel embadurnada en su cabeza al pensamiento y a la imaginación, siempre en vías de renovarse. El oro, al sol y a la pureza.
EL ARTISTA INTERMEDIARIO
En las constelaciones compuestas por Beuys, el artista –él mismo– solía colocarse como un intermediario. Evocaba un tiempo indefinido. Sus vitrinas de objetos reunidos parecen salidas de un pasado remoto, y haber sobrevivido a una catástrofe. Cosas abandonadas de urgencia, por seres evacuados para no volver. Pero, ¿por qué los preserva Beuys? En Muestra tu herida, ambientó una sala de un pasaje subterráneo de Munich. Entre paredes blancas, y pizarras negras, yacen dos viejas camillas de hierro. Apoyadas contra la pared, se ven rastrillos o azadas, como sacados de un galpón. Bajo las camillas se ubican dos cajas de zinc llenas de grasa, con un termómetro y la calavera de un pájaro guardada en un frasco de vidrio.
Beuys solía hablar de las propiedades terapéuticas del arte. De su poder curativo para hacer frente a los traumas con mirada de chamán. Hablarle al cadáver de una liebre, amigarse con un coyote; lo más inquietante de Beuys es la oscuridad de sus actos. Algo se realiza en el despliegue de las conexiones suspendidas que animan sus obras. Pero, ¿a qué nudos se dirigen? ¿Cuáles son los conflictos que aspiran resolver? Nunca se aclara. Y no es que la historia alemana, o la psiquis colectiva de los habitantes del siglo XX, estuvieran faltas de aridez y escollos. Por no decir, la estructura misma de la mente humana. Pero la relación entre el trauma y los objetos de Beuys deja resquicios sin resolver, que a veces evocan los tenues alientos de las leyendas de Cthulhu. En 1977, Beuys colocó un montón de sebo de cerdo a un costado de un paso pedestre subterráneo, poco transitado, de la ciudad de Münster. La sustancia jabonosa y degradada habrá dado que pensar a los transeúntes. Quizá no fuera tan distinto a descubrir por la mañana, en el cantero de una plaza, casi mimetizada entre las plantas, la bandeja de ofrendas de un rito Umbanda, de cuyo destinatario y sentido poco sabemos.
“Beuys es un ruido”, dice Raddis, “un ruido estruendoso en el arte después de los logros de Duchamp. Beuys fue un duchampiano. Y pensar las conexiones simbólicas de su obra es reafirmar que no tiene fecha de vencimiento”. Y sigue: “Porque hay un quiebre en la historia del arte. La última revolución histórica de conceptos artísticos antes de Beuys es la de Duchamp y sus ready made. Pero los conceptos de Beuys sobre cómo mirar y comprender las obras de arte fueron otra bomba que nos dejó, porque dice que todos pueden ser artistas. Todos nuestros movimientos, todos nuestros actos pueden ser pensados como una acción artística”.
Beuys solía hablar de las propiedades terapéuticas del arte y de su poder curativo para hacer frente a los traumas con mirada de chamán. Lo más inquietante de Beuys es la oscuridad de sus actos.
Desde fines de los 60, Beuys además participó de manifestaciones y agrupaciones políticas de estudiantes, en favor de la democracia directa y la paz. Años después, fue uno de los fundadores del Partido Verde Alemán. Su arte incorporó una dimensión ciudadana. Y las heridas a las que se enfrentaba se diversificaron hasta abarcar no solo la historia, sino también el presente de las sociedades, los desafíos de su organización política, y, en definitiva, la transformación del mundo. “Liberar a las personas es la meta del arte, y por eso el arte es, para mí, la ciencia de la libertad”, dijo.
A su faceta de artista plástico y performer, le agregó la de profesor, activista y político. Muchas de sus intervenciones, en los años 70, consistieron en colocarse en una muestra de arte, u otro evento semejante, y permanecer allí a la espera de visitantes que quisieran conversar. Y abordar con ellos distintos temas, o pensar sus consignas, bajo la premisa de un arte para ser puesto en circulación, accesible a todos, y del que nadie podría excluirse. “Todos somos artistas”, sostuvo. En su versión más extrema, todas las acciones y sucesos vinculados a los seres humanos, y sus infinitas ramificaciones simbólicas, son en sí mismos el arte.
INVOCACIONES
Raddis habla de una veta alquímica presente en Beuys. Pero sería una alquimia de elementos bajos. De elementos no incluidos en ningún libro de iniciados. “Beuys construyó un pensamiento global como el que estamos observando hoy en el vocabulario político. Su obra toca de manera precisa los temas que hoy preocupan a las personas. Los reclamos de una democracia directa, la búsqueda humanista de educación y la advertencia de las amenazas ambientales. Y lleva a pensar en la espiritualidad. Es imposible hoy pensar sus propuestas a partir de una óptica objetiva o lineal. Su extensa obra se presenta en el campo de lo subjetivo y simbólico”, expresa.
Rafael Raddis, junto a Claudia Seelmann y Silke Thomas, curaron la muestra que se exhibirá en Proa, originalmente organizada por la Galería Thomas Modern de Múnich y el Instituto Plano Cultural de Brasilia, para ser exhibida en el Museo de Arte Contemporáneo de Nitéroi.
El desafío no es menor: hacer hablar a los objetos, invocar su poder sugestivo. ¿Cuánta eficacia les queda, ya desaparecido Beuys, sin su carisma de animador, sin su ansia por discurrir sobre los avatares simbólicos y sus implicancias, a veces imperceptibles, para nuestras vidas, pero, quizá por eso mismo, más inquietantes? El susurro de la liebre muerta debía ser muy difícil de escuchar, pero ahora solo quedan las grabaciones con los testimonios sobre lo que Beuys contó aquella vez. La muestra invita a oír el susurro de Beuys sobre los susurros de las cosas y animales que dijo haber oído hace años. Y a buscarlo entre el ruido de las obras dispersas, las leyendas tejidas a su alrededor, y alimentadas por él mismo. Para propiciar todo esto, los curadores dispusieron una batería de objetos –obras, pero también muchos restos de ellas– y grabaciones que los espectadores pueden recorrer, como médiums en busca de otro médium.
“Liberar a las personas es la meta del arte, y por eso el arte es, para mí, la ciencia de la libertad.”
(Joseph Beuys)
Una de las obras más famosas incluidas en la muestra es el Traje de fieltro. Una tribu de tártaros encontró a Beuys herido en la nieve, cuando el avión en el que volaba se estrelló contra una montaña de Crimea en 1941, durante la Guerra. La tribu de nómades lo cuidó, lo untó con grasa, lo alimentó y lo envolvió en un manto de fieltro, en un acto sobre el que Beuys volvería una y otra vez durante su vida, para asociarlo a todo el arco de mitologías referidas a la nutrición, la salvación, las metamorfosis de cuerpos y mentes. Fue su paso por un Ganges helado. Muchos pusieron en duda la veracidad de la historia. Él mismo se contradijo al recordarla. Y esta quedó archivada en papers y catálogos de galerías del mundo.
Cuando inaugure la muestra en Proa, los visitantes podrán acercarse al Traje. Un Traje de fieltro colgado de una percha. ¿Qué tiene para decirle a los habitantes de Buenos Aires hoy? Al evocarlo, Beuys relacionaba el material a necesidades humanas profundas, como el anhelo de abrigo y protección, y la entrega desinteresada. Pedazos de fieltro recortados, y guardados en bolsas, repartidas en la calle, fueron parte de una acción callejera organizada para promover sus ideas sobre la democracia directa. Los pedazos de fieltro transmitían –o aspiraban a hacerlo– un mensaje no tan lejano al que el nuevo Papa usó recientemente para despedirse de un grupo de jóvenes (“Cuídense entre ustedes”). Formas de la caridad: Francisco I escribe en Twitter su pastoral, mientras Beuys revuelve entre los trastos de la vieja Europa, para dar con sus metáforas tridimensionales, sus amuletos curativos.
Y además, está el Riachuelo. Frente a Proa se abren sus aguas cargadas de historias y sustancias venenosas. Si hablamos de traumas, no es difícil inspirarse. En sus alrededores sobran lugares donde imaginar los collages de reminiscencias de Beuys. Del antiguo puerto sobreviven unas pocas cantinas y el tufillo marginal. La Boca, adonde llega la retrospectiva, es una isla entre conventillos prendidos fuego, historias de narcos y sueños inmobiliarios. Cuando hace un tiempo un legislador dijo haber visto peces vivos en el río, no solo no le creyeron. La virulencia de las respuestas parecía ocultar algo más que indignación. Quizá fuera temor por lo que pudiera salir de esas aguas. Un temor también latente en las obras de Beuys. El temor a los sueños en los que asoman los indicios de una pesadilla. Y no está claro quién es el que la sueña.